La Literatura y el Espejo de la Humanidad

 



Era un día radiante en Valladolid, en el corazón de la selva yucateca, donde la joven Nicté-Há, vivía en un perpetuo estado de curiosidad. Sus ojos, grandes como la luna llena y su cabello oscuro, rizado como las lianas de la jungla, eran tan conocidos en su comunidad como su insaciable amor por la lectura.

Con tan solo ocho años, Nicté-Há ya había devorado más cuentos de hadas y leyendas que la mayoría de su comunidad. Adoraba la magia, los dragones y, sobre todo, las princesas. Pero al sumergirse en los mundos de esos libros, algo le desconcertaba: las princesas no se parecían a ella. No tenían su piel tostada por el sol ni su cabello oscuro. En la mente de Nicté-Há surgió una pregunta: ¿podría una niña como ella ser también princesa?

Un día, mientras curioseaba entre los libros en la biblioteca, un anciano de mirada sabia, el bibliotecario, la observaba. La expresión pensativa de la niña le llamó la atención, así que se acercó.

Nicté-Há -comenzó con su voz suave y arrugada por los años-, parece que buscas un tesoro que no puedes encontrar. ¿Puedo ayudarte?

Nicté-Há asintió y respondió con una voz tan dulce como su nombre: "Busco una princesa en quien me pueda ver reflejada, abuelo".

El anciano sonrió con la sabiduría que le otorgaban sus años y se adentró en una sección recóndita de la biblioteca, donde los textos más antiguos y desconocidos descansaban. Regresó con un libro cuyo título, desgastado por el tiempo, decía "Reinas del Mayab: Historias silenciadas". Nicté-Há abrió el libro y se zambulló en las vidas de reinas guerreras, líderes audaces y princesas tan magníficas y fuertes como la selva que la rodeaba. Ellas tenían su piel, su cabello, su fuerza.

Esas historias encendieron un fuego en Nicté-Há, hablándole a su espíritu como ninguna otra había hecho antes. Comprendió que no sólo podía ser una princesa, sino también una reina, una líder, una guerrera, una sabia. Las vidas de estas mujeres poderosas, que compartían su apariencia y su fuerza, dieron a Nicté-Há una nueva visión de sí misma y de su potencial.

Con el relato de Nicté-Há y su búsqueda de representación en la literatura, se nos revela un poderoso recordatorio de la importancia de vernos reflejados en las historias que leemos. Su experiencia resuena profundamente en el corazón y nos invita a reflexionar sobre la necesidad universal de que todas las voces sean escuchadas y todas las experiencias sean valoradas en el vasto tejido de la literatura. Así como Nicté-Há encontró su voz y su fuerza en las páginas de aquel libro antiguo y olvidado, todos nosotros, lectores y escritores por igual, tenemos la responsabilidad de forjar un camino hacia una literatura más inclusiva, una literatura que celebra la diversidad y la multiplicidad de nuestras historias compartidas.

Desde que aprendí a leer, los libros han sido una ventana a mundos desconocidos y una forma de explorar la vastedad de la experiencia humana. En las páginas de los libros, he encontrado héroes y villanos, amantes y amigos, ciudades mágicas y planetas lejanos. Sin embargo, a pesar de la riqueza y diversidad de estas experiencias, a menudo he encontrado una desconcertante ausencia. A veces, al mirar en las páginas de estos libros, he encontrado un espejo roto, un reflejo incompleto de la humanidad.

Es cierto, en los libros he encontrado la voz de Jane Austen y las travesuras de Tom Sawyer, pero ¿dónde estaban los niños o los jóvenes de vivencias similares a las mías? ¿Dónde estaban las narrativas de las personas negras, de las personas transgénero, de las personas con discapacidades, de los indígenas, de los musulmanes? Parecía que algunas voces y experiencias habían sido silenciadas, marginadas, dejadas fuera de la historia que contamos sobre nosotros mismos.

Pero ¿por qué es tan importante vernos reflejados en la literatura? ¿Por qué buscamos nuestra propia imagen en las páginas de un libro? Creo que la respuesta se encuentra en la esencia misma de la literatura. La literatura es un diálogo humano. Nos permite hablar y escuchar, preguntar y responder, explorar y entender. Nos permite ver el mundo desde los ojos de otro y, al hacerlo, nos expande y nos humaniza.

Cuando no vemos nuestra experiencia reflejada en la literatura, se nos niega el acceso a este diálogo. Se nos dice, de alguna manera, que nuestras historias no son importantes, que nuestras voces no deben ser escuchadas, que no formamos parte del mosaico humano. Y esto no solo empobrece a aquellos cuyas voces no se escuchan, sino a todos nosotros. Nos priva de la oportunidad de aprender, de crecer, de empatizar con experiencias diferentes a las nuestras.

Pero hay esperanza. A medida que avanzamos en el siglo XXI, veo signos de cambio. Veo a autoras como Chimamanda Ngozi Adichie, Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez, y a autoras transgénero como Camila Sosa Villada que están forjando nuevos caminos y creando nuevas narrativas. Veo a autores que, con cada palabra y cada página, están reparando el espejo roto de la humanidad, están incluyendo voces e historias que antes eran silenciadas o invisibilizadas.

En sus historias, veo reflejos de mi propia experiencia, y también la de muchas otras. Veo la riqueza y la diversidad de la humanidad, veo un espejo que refleja a todos nosotros.

En última instancia, la necesidad de vernos reflejados en la literatura es la necesidad de pertenecer, de ser reconocidos y valorados. Es la necesidad de ser vistos como humanos, en todas nuestras gloriosas y diversas formas. 

Y en esta tarea, todos tenemos un papel que jugar. Los escritores, editores y publicistas tienen el deber de buscar y promover voces diversas. Los maestros y los padres tienen la responsabilidad de presentar a los jóvenes lectores una variedad de libros que reflejen el mundo en su amplia diversidad. Y nosotros, como lectores, tenemos la oportunidad de elegir libros que expandan nuestros horizontes, que nos desafíen, que nos hagan cuestionar nuestros prejuicios y suposiciones.

El espejo de la humanidad que nos ofrece la literatura puede ser fracturado y parcial, pero también es maleable. Con cada historia que contamos y escuchamos, con cada voz que elevamos y escuchamos, estamos reformando este espejo, volviéndolo más completo, más preciso, más verdadero.

Cuando cada niña puede ver a una princesa que se parece a ella, cuando cada joven puede encontrar un héroe con quien se identifique, cuando cada persona puede encontrar su experiencia y su verdad reflejadas en las páginas de un libro, entonces habremos logrado algo maravilloso. Habremos creado un espejo que refleja a toda la humanidad, un diálogo que incluye a todas las voces, una literatura que realmente nos representa a todos.

La tarea puede parecer abrumadora, pero creo que es una que vale la pena emprender. Porque cada voz que se suma a la conversación, cada historia que se cuenta, cada reflejo que se añade al espejo nos acerca un paso más a ese ideal. Y en ese viaje, descubrimos no solo a los demás, sino también a nosotros mismos.

Porque al final, eso es lo que la literatura, en su mejor expresión, puede hacer. Nos muestra lo que significa ser humano, en todas sus variaciones y matices. Nos desafía a ver más allá de nuestras propias experiencias, a empatizar con los demás, a reconocer la dignidad y la humanidad en cada persona. Y al hacerlo, nos recuerda que, en todas nuestras gloriosas y diversas formas, todos somos parte de la maravillosa, confusa, asombrosa narrativa que es la experiencia humana.

 


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